12 de junio de 2015

TÍTERES QUINTO: GRUPO TOTO VILLARROEL

Toto Villarroel       Fuente: Latitud barrilete

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Desde su llegada al mundo en 1924, la vida de Elvio Toto Villarroel fue un perpetuo nacimiento, un continuo tránsito hacia el aprendizaje y el descubrimiento de oficios tan diversos como asombrosos. De campesino a maestro rural, de peregrino a poeta, de abogado militante a brillante titiritero, su largo caminar vuelve hoy desde los tiempos remotos, con su voz calma y serena, con su mirada franca y rotunda, para ofrendarnos nuevamente sus recuerdos e ilusiones. Vuelve aquí, como él diría, “a gritar sobre los vientos, voces desnudas, que mueren a lo lejos”.
Esta entrevista, realizada en el año 2001 poco tiempo antes de su fallecimiento, es hoy nuestro más profundo homenaje a su vida, un canto a la sencillez y la humildad que marcaron todo aquello a lo cual se entregó apasionadamente.

“Con harina de dolor y tiempo, con levadura de siglos estamos amasando”

1939. Acostado sobre los rastrojos de la extensa llanura, contempla el desfile de nubes en la cálida tarde cordobesa. Una brisa fresca despeina los papeles donde lentamente se van dibujando las primeras líneas de una vida de poeta. Los chanchos y las cabras deambulan a su alrededor, pero toda la atención está en el blanco de esas nubes, que se reflejan en el papel vacío como un abismo. Pero lentamente, el abismo se cierra y comienzan a brotar las palabras, desordenadas como una tormenta.

— La poesía me acompañó siempre. Yo era campesino. Me mandaban a cuidar los cerdos y entonces escribía. Mi padre murió joven y debí ayudar a mi madre en la crianza de mis cinco hermanas. Fue así que realicé los más diversos oficios. Cuando en el ’50 me quedé sin trabajo, me fui a Mendoza con ellas. Yo ya era maestro, pero no ganaba nada y me empleé en una librería. De allí me echaron porque me la pasaba leyendo. Después trabajé en una pastelería, de donde me despidieron porque me comía todas las masitas. Después me fui a juntar frutas, pero tuve que irme porque me descompuse de tanto comer durazno caliente. También estuve en la cárcel, en la época de Perón. Como yo no era peronista, me pusieron preso por no llevar la banda de luto de Eva.

— Con los títeres empecé en el ’42, a los 18 años, cuando aún era campesino y todavía no me había recibido de maestro. Victorio Podreca que era un gran titiritero italiano, había venido a hacer una gira y cuando comenzó la guerra ya no pudo volver. Entonces empezó a hacer funciones acá. Yo iba a la escuela a caballo, en Bell Ville (Córdoba), y allí fue Podreca. Los primeros años apenas me animé a acercarme, pero después empezaron a conocerme los utileros y trabajadores de Podreca, porque él traía un vagón con todo lo necesario para realizar su obra: venía con la orquesta, los cantantes y toda un armazón para poner sobre el escenario, una especie de puente para poder manipular los muñecos por delante y por detrás, y ese puente no se veía. Era un trabajo realmente extraordinario.
Poco a poco fui viendo los muñecos, cómo estaban construidos y atados, y después me dejaron entrar al teatro a ver cómo se armaba ese mundo de fantasía, ese mundo del títere. Pude estar atrás del escenario cuando estaban haciendo la obra, y yo, por cierto, quedaba fascinado. Y así fui aprendiendo y me fui prendiendo de esa magia del muñeco animado por el hombre.

— Cuando me recibí de maestro armé mi pequeño retablo. Daba clases en los boliches de la legua (que están a una legua del pueblo). En un garaje, todas las mañanas sacaban el auto y yo entraba ahí con los alumnos, y los fines de semana hacía títeres. Con los pocos elementos que tenía empecé a hacer algunas marionetas rústicas, y surgieron algunos muñecos que en realidad no tenían una organización teatral ni pretendían ser un espectáculo. Después, poco a poco, fui armando un espectáculo y durante los fines de semana iba a los diferentes pueblos con un amigo de Bell Ville, que era muy buen quenista, y juntos hacíamos marionetas y otro poco él tocaba la quena. Se juntaba mucha gente, porque en los boliches de las afueras del pueblo la gente iba a ver este espectáculo, que para ellos era desconocido.

— Más tarde me dieron un puesto en una escuela taller en Villa María y ahí sí me fue más fácil hacer los muñecos porque contaba con las herramientas, y con carpinteros que me ayudaban. Entonces armé un espectáculo para mí. Pero un señor de Villa María, que tenía los medios pero no sabía la técnica para hacer los títeres ni cómo manejarlos, armó un espectáculo de envergadura y me llamó como director. Éramos once titiriteros. Los muñecos eran de casi un metro y habíamos armado el puente para poder manejarlos de los dos lados. Con esa obra, que se llamaba “Los Automatines”, salimos a dar funciones en otras provincias. En el año ‘50 fuimos a la Feria de las Américas, que se había hecho con un despliegue increíble, y tuvimos un gran éxito.

— Esa obra era una improvisación que yo había hecho con los titiriteros que participaban porque todos sabían algo de música. Entonces usábamos ese conocimiento para hacer un espectáculo musical de calidad. Con esa compañía estuve varios años haciendo obras por el sur y por el norte en un camión que tenía las tres cuartas partes cargadas con el material, y atrás íbamos nosotros apretados. Era toda una aventura. Así conocí muchos pueblos del país y me hice de muchos amigos, aunque no de muchos titiriteros, porque había muy pocos y la mayoría estaban todos acá en Buenos Aires.
Con lo que sacaba de las obras me empecé a pagar los estudios de abogado, porque con lo que ganaba de maestro no me alcanzaba. Sin embargo, luego de haberme recibido nunca dejé los títeres. Armamos un espectáculo con obritas de texto matizando lo musical y empezamos a pergeñar y a darle forma al teatro de muñeco, es decir al circo de muñeco o circo Coetí, que corresponde a una voz guaraní que quiere decir “reventar de la alborada”.

—Una vez ya armado y fogueado, el teatro de títeres se fue enriqueciendo con más muñecos, bailarines, etc... En esa época estuvimos en el Festival de Necochea para niños. Ahí estuve con Javier Villafañe casi un mes. Una vez pasada la semana del festival, alquilamos una carpa. Él hacía títeres de guantes y yo hacía marionetas. Vivir con Javier era un puro jolgorio y una alegría. Tenía un espíritu muy jocoso y muy limpio. Después ya llegó marzo y nos separamos.

—Yo había podido comprar una pickup Peugeot y le agregué una casa rodante. Los sábados y domingos cargaba los títeres y salía.
Para mejorar los muñecos, para pintarlos y hacer escenografía, y así mejorar el espectáculo, busqué a la que hoy es mi mujer (que es plástica) y mi mamá —que murió hace dos años a los cien años— me hacía los vestidos de los muñecos. Todavía tengo muchos títeres vestidos por ella, los títeres tienen un gran valor espiritual y moral. Tienen muchísima historia.


1976. Mientras los títeres y Toto se funden en una dimensión inseparable, la realidad del país se complica. Las fuerzas represivas van tejiendo con prolija crueldad su tentacular maquinaria de muerte. Como abogado, Elvio defiende a obreros que intentan hacer valer sus derechos ante las grandes corporaciones, hasta que alguien le advierte que está incluido en las listas negras. Toto deja a su compañera y a sus pequeñas hijas al amparo de un lugar seguro y logra cruzar la cordillera, donde comenzará a recorrer los países andinos con el teatro de títeres, presentando sus obras.
Varias semanas más tarde, Elvio conduce la camioneta, arrastrando la casita por sinuosos caminos de montaña. La radio transmite canciones de moda, interrumpidas por breves noticiosos. Chile no ofrece una mejor cara. La dictadura pinochetista agrava la angustia y profundiza nostalgia. El motor trepa ronroneando y alcanza una curva abierta al valle. Pero la hermosura del paisaje contradice a los vientos que soplan en el Cono Sur. El mundo cae en la grieta abierta por la voz de un locutor que anuncia el golpe de Estado en Argentina.

— Después de haber estado en Chile pasé a Perú. Esa etapa la hice con dos muchachos de Córdoba, porque no sabíamos cómo nos iba a ir. Mi mujer se quedo acá con mis dos hijas, una de año y medio y la otra de apenas meses. Después me alcanzaron en Perú, donde hacíamos la función juntos, mientras las nenas jugaban ahí cerca.

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— Mis obras siempre fueron más sociales que otra cosa. Cuando llegaba a un lugar me asentaba y conocía a la gente. En Perú, por ejemplo, estaba muy bien organizado, existía el sindicato de los obreros que mandaba a gente de arte a diferentes lugares, y nosotros estuvimos más de una semana en una fábrica de vidrio, porque todos los chicos de la zona venían a ver la obra. Mientras tanto, nosotros nos hacíamos amigos de la gente. Al principio tenían cierta desconfianza, pero después nos abrían las puertas. El peruano es medio cerrado, pero cuando abre el corazón es bien cálido.

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— Y así fue que nos quedamos en Perú con la gente, hasta que llegó el momento en que las nenas ya tenían que ir al jardín y entonces teníamos que decidir si nos volvíamos o no. Y decidimos seguir. Fuimos a Ecuador, donde las nenas empezaron el jardín.
Allá nos fue muy bien. Acampamos en un lugar abierto y la gente empezó a conocernos. Cuando supieron que era titiritero y maestro, me ofrecieron dar clases de títeres, así que empecé a hacerlo en las distintas escuelas que existían entre Santa Elena —que era un pueblo cercano a Guayaquil a la orilla del mar, donde nos habíamos asentado—, y otros lugares de escasos recursos, donde estábamos dos o tres días haciendo títeres. De esa forma hacíamos mucho contacto, porque en esa región, el ecuatoriano es muy extrovertido y hay mucha música y fiestas. Pero la nostalgia era grande y además empezábamos a pensar que si a nosotros nos pasaba algo, qué pasaría con esas dos nenas. Para colmo, la mayor se había agarrado una infección y decidimos volver. Era el año 1979. Mi señora se volvió en avión y yo me quedé trabajando.
Algunos argentinos que estaban en Perú por el proceso —como Luis Olguín, un titiritero— me decían que estaba loco, pero volví.

— Cuando volví, retomé el trabajo de abogado, pero no dejé los títeres. Y tras el retorno de la democracia, Ruli (el secretario de Cultura) me hizo pasear por todas las villas, los lugares carenciados de Avellaneda. ¡Te imaginás la alegría que era para esos chicos una función! Y fue en el año ’87 cuando le digo a Ruli: “¿Por qué no armamos una escuela de títeres?” Y ahí fue que empezamos a trabajar en Avellaneda, arriba del teatro Roma. Allí nació la Escuela Municipal de Títeres de Avellaneda.

“Más alto vibra aquel grito de angustia que no se apaga. Un coro de enormes voces, tu voz acaricia” 

—El títere es muy importante. La gente no conoce la influencia del títere en la educación, en lo psicológico y en lo terapéutico. Acá, por ejemplo, hay un taller de títeres para discapacitados. Existe una comunicación. No es tan cierto que el títere es mágico. Hay razones de tipo psicológicas que lo hace llegar al alma del niño. Rojas Bermúdez tiene un libro que se llama Psicodrama y títere donde explica muy clarito por qué el títere llega al alma del niño y aún a la del grande. Dice que el títere como es un objeto que no le trae problemáticas, sino que es simple, entra en el yo psicológico del ser y se entabla una relación donde la persona puede conversar con el títere y aun tomar el títere y hacerlo vivir. Y así lo vivo yo, porque cuando hacés la función debés sacarlo del alma para lograr esa unión.

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— Nosotros en la escuela planteamos que el arte nos enseña, que hay que desestructurar a mucha gente para poder hacer títeres, que el títere y el arte debemos sacarlo desde el juego, desde la imaginación y desde el niño. Si se logra desglosar eso, todos somos capaces de comunicarnos y llegar desde lo más interno.
Cuando comienza la música del circo o de otra obra, yo ya no estoy en este mundo: estoy en el mundo del circo, lo estoy gozando. Con el títere se disfruta y se juega. Y el público va abriendo su capacidad de juego, su yo, y se siente necesitado de participar y de jugar.
Vos le das al títere gran parte de tu yo y te quedás con un poco para no volverte loco. El titiritero le da al títere lo que el títere le pide, y entonces dejás de ser vos. Hay titiriteros que juegan con el títere y hacen que viva, hacen cosas muy hermosas. Y hay veces que es más difícil, porque vos le entregás al títere pero llega un momento en que querés hablar con él. Entonces le decís: “¿Qué estás haciendo vos?” Y entonces hay como un desdoblamiento que debe volver a producirse cuando el títere te contesta y es el títere quien habla. El títere es un sinvergüenza porque te saca cosas que tenés adentro y que no sabés que tenés, y a veces te exige cosas y te fuerza. Por eso es que nosotros no planteamos una superioridad de la técnica, porque la técnica es buena, pero más vale lo otro. Si tenés lo otro empezás a necesitar la técnica; y cuando tenés la técnica, ni se nota.

“Andando los caminos, amarrado al río soy solo ahora, un montoncito de arena que poco a poco se lleva el viento”

Además de los títeres, la poesía ha sido el otro caudal expresivo donde Toto Villarroel volcó todas sus tristezas y esperanzas, sus melancolías y desgarramientos. En los años noventa publicó Escribiendo vida (1995) y El vuelo del Tiempo (1999).
—Escribir tiene que ver con la propia lucha que es la vida, con todo lo que uno descubrió. Es una pelea contra el régimen, contra este sistema que aplasta a la gente.

Mañana entera,
de decir un hasta luego,
a vos desconocido,
mirador del alma, y la palabra
que anduvo entre mi luz,
también mi sombra.
Un hasta luego,
jamás adiós
que aún no ha terminado el viento
no ha terminado el canto
todavía


El diálogo termina. A manera de epílogo, Toto ofrece palabras que parecen destinadas a conversar con el hombre que ha sido.

—Lo hecho está bien hecho… sobre todo porque no hice nada para beneficiarme. Cuando trabajé de abogado, siempre fue para los trabajadores. Todavía en Villa María van a visitarme aquellos viejos.

Sus ojos buscan hacia adentro…
— Los momentos más lindos han sido en el campo, con los caballos… ¡Tenía un caballo al que quería tanto!

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Luego de aquel intenso encuentro, saludo al Toto y me pierdo otra vez en la ciudad. Su voz queda flotando en el viento.
Tras su partida, siento que los títeres no quedarán solos o desarticulados, sino que serán movidos por una mano imperceptible cada vez que el Toto quiera volver a jugar con los duendes que tanto lo ayudaron a encontrarse en los demás, en ese sabio camino consistente en resistir con alegría.

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Agradecimientos especiales a
Adriana Sobrero
Valentina Villarroel
Natalia Villarroel