Barbanegra y los buñuelos
De Ema Wolf
Lo que casi nadie sabe es que a bordo del barco del pirata Barbanegra viajaba su mamá.
Doña
Trementina Barbanegra –así se llamaba la señora- trepó por la
escalerilla del Chápiro Verde una mañana en que su hijo estaba a punto
de hacerse a la mar. Subió para alcanzarle el tubo de dentífrico
concentrado que el muy puerco se olvidaba.
El barco soltó amarras y nadie notó sino hasta tres días después que la señora estaba a bordo.
-¡Madre! –dijo Barbanegra al verla.
-¡Hijo! –dijo Trementina.
Y se quedó.
El
amanecer, el mediodía y el crepúsculo la encontraban en cubierta
sentada sobre un barrilito de ron antillano atenta a los borneos del
viento, vigilando el laboreo de las velas y desparramando advertencias a
voz en cuello. Nadie como ella para husmear la amenaza de los furiosos
huracanes del Caribe, a los que bautizó con los nombres de sus primas:
Sofía, Carla, Berta, Margarita...
Mientras tanto, tejía.
De
sus manos habilidosas salían guantes, zoquetes de lana, pulóveres y
bufandas en cantidad. Los hombres de Barbanegra, abrigados como ositos
de peluche, sudaban bajo el sol del trópico. El jefe pirata impuso
castigos severos a los desagradecidos que se quejaban.
La
cosa es que Trementina estaba ahí: día tras día meciéndose a la sombra
de la vela mayor con los pies colgando del barrilito y sermoneando al
loro cuando no se expresaba en perfecto inglés.
Pero
además -y éste es el asunto que importa- la señora Barbanegra hacía
buñuelos; que eran muchos, pero no tantos si se considera el peso de
cada uno. La mayor parte se comía a bordo, el resto se cambiaba en las
colonias inglesas por sacos de buena pólvora.
El
último amotinamiento -lo mismo que los tres anteriores- se había
producido a causa de los buñuelos. Un artillero veterano dijo que
prefería ser asado vivo por los caníbales de la Florida antes que comer
uno más de aquellos adoquines. Efectivamente, cuando lo desembarcaron en
la Florida se sintió el más feliz de los hombres.
Más
que comerlos, había que tallarlos con los dientes. Se sospechaba que
estaban hechos con harina de caparazón de tortuga y al caer en el
estómago producían el efecto de una bala de cañón de doce pulgadas.
A Barbanegra le encantaban.
En
Puerto Royal compraron una partida de polvo de hornear para hacer más
livianos los buñuelos, pero no sirvió de nada. La tripulación del
Chápiro Verde había perdido todos los dientes. Ya nadie era capaz de
sujetar el sable con la boca cuando saltaba al abordaje. Los hombres más
rudos terminaron comiendo el pescado con pajita.
Barbanegra,
en cambio, devoraba un buñuelo tras otro con formidable gula. Su madre,
que vivía retándolo por esos atracones, terminó prohibiéndole que
comiera más de cuarenta por día.
Hasta que sucedió lo que sigue.
Una madrugada de julio el vigía avistó un barco.
-Es
francés- dijo Trementina Barbanegra sin levantar los ojos del tejido-.
Les vengo diciendo que es peligroso andar por estos lugares.
¡Pero para qué! Si me hicieran caso... etcétera, etcétera...
En efecto: era la nave del capitán Jampier. El capitán Jampier no podía ver a Barbanegra ni en la sopa.
Los
dos barcos se aproximaron amenazantes. Ninguno estaba dispuesto a
rehuir el combate. Las tripulaciones hormiguearon por la cubierta
amontonando municiones y afinando los trabucos.
-¡Te voy a hacer picadillo! –gritó el pirata inglés.
-¡Y yo te voy a hacer paté! –le contestó el francés.
Los hombres de uno y otro bando aullaron para infundirse coraje y meter miedo a la vez.
Cuando
las naves estuvieron a poca distancia volaron los garfios de abordaje y
en minutos las dos quedaron pegadas como siamesas.
Todos los franceses saltaron al barco inglés y todos los ingleses al barco francés.
Los
capitanes entendieron que así no se podía pelear. Ordenaron a sus
tripulaciones dividirse; la mitad de cada una volvió a su respectivo
barco para iniciar el combate.
Y se inició.
Silbaban
los sables. Tosían las armas de fuego. Sangraban los hombres por las
narices y escupías muelas. Arreciaban los graznidos histéricos del loro y
las protestas de mamá Trementina que trataba de proteger sus ovillos de
lana. ¡La pelea era feroz!
Barbanegra
y Jampier, desde los puentes de mando, se medían con la mirada. Lenta,
sigilosamente, con movimientos de babosa, cada uno fue acercando la mano
a la cintura donde guardaba la pistola.
En
lo más recio del combate los piratas advirtieron lo que iba a suceder:
sus capitanes estaban a punto de enfrentarse en un duelo personal.
Dejaron de combatir. Todos los ojos en compota se posaron sobre esos dos
demonios: Barbanegra y Jampier, Jampier y Barbanegra.
Durante cinco minutos nadie respiró.
La vista era demasiado lerda para percibir lo que pasó entonces.
Las dos pistolas hicieron fuego al mismo tiempo.
¡¿Y?!
Un aro voló de la oreja izquierda de Jampier y se perdió entre los atunes del fondo del mar.
¡Pero su bala había dado en el pecho de Barbanegra!
Ustedes pensarán: murió.
No, no murió.
¡Un
buñuelo! ¡Un bendito y providencial buñuelo se interpuso entre la bala y
su cuerpo! Debajo de la tricota de lana Barbanegra había escondido un
buñuelo de los que preparaba su madre, robado de la cocina la noche
anterior. Al chocar con él, la bala se deshizo como un supositorio de
glicerina sin herir al pirata.
Los hombres del inglés aullaron de felicidad. Locos de contento vivaban a su jefe y bailaban en una pata aunque fuese de palo.
¡No lo podían creer!
Jampier no entendió nada, pero rabiaba. El combate se suspendió hasta nueva fecha y cada uno se fue por su lado.
Esa
noche en el Chápiro Verde atronaron las canciones piratas festejando el
episodio hasta que mamá Trementina mandó a dormir a todo el mundo.
Al
día siguiente se creó la Orden del Buñuelo y desde entonces todos los
hombres de Barbanegra llevaron uno colgado sobre el pecho.
Y dicen que eso los volvió invulnerables.
Extraido de la pagina: www.ucm.es/info/telemaco/imagenes/Antologia.pdf